Alumna: Garzón, Carla Natalí
La ciudad y los perros es la primera novela
del escritor peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 1962, fue publicada en octubre de
1963 y ganó el Premio de la Crítica Española. Originalmente el autor la tituló
La morada del héroe y luego Los impostores. Su importancia es trascendental
pues abrió un ciclo de modernidad en la narrativa peruana. A la par con otras
obras de diversos autores de Latinoamérica, dio inicio al llamado “boom
latinoamericano”
El Boom latinoamericano o, más propiamente
dicho, el auge de la narrativa hispanoamericana fue un fenómeno literario y
editorial que surgió entre los años 1960 y 1970, cuando el trabajo de un grupo
de escritores relativamente jóvenes de Hispanoamérica fue ampliamente
distribuido por todo el mundo.
Los autores más representativos del Boom son
Gabriel García Márquez, de Colombia; Mario Vargas Llosa, del Perú; Julio
Cortázar, de Argentina; y Carlos Fuentes, de México. Estos escritores
desafiaron y superaron los convencionalismos establecidos en la literatura de
sus países a través de obras experimentales, de afán totalizador, además de un
marcado carácter político, debido a la situación general de América Latina en aquellos
años.
La fundamental característica de esta
corriente podría resumirse en una mirada
al mundo parándose en la misma tierra, en
las raíces y las tradiciones. Fue un estilo auténtico que ponía un especial
énfasis en las costumbres de un lugar, en describir cómo era la vida de un
pueblo determinado.
No se trató simplemente de una época que dio
sólo buenos libros sino que permitió que Latinoamérica comenzara a ocupar un
lugar relevante en la cultura europea.
La nueva tendencia buscaba romper con la
tradición, cambiando la forma de escribir una historia, ahora era necesario un
colaborador creativo: “un nuevo lector”. ¿Y cómo se obtiene eso? Con espíritu
de aventura, sin duda, pero al amparo de una propuesta sólida, atrapante y
técnicamente sustentada. Hasta entonces todo había sido narración lineal, con
puntos de vista únicos y omniscientes, en tercera persona. Hasta que,
inesperadamente, en algunos escritores comenzó a surgir la revolución. A partir
de entonces, la literatura se llenaría de andamios y voces muy diferentes, y
llegaría al grado más alto del juego verbal y, a la vez, se cambió para siempre
la estructura convencional literaria.
Entre otros, Mario Vargas Llosa ha sido un
caso pasmoso de precocidad y, sobre todo, de trabajo disciplinado. En la época
en que cualquier joven anhelaba barrer con las chicas, beberse todas las
cervezas del mundo, gozar de la locura de vivir, él, Vargas Llosa, leía y
escribía frenéticamente. Pero su vida –basta leer las mil y una peripecia de su
biografía– no fue limitadamente libresca, o aburrida, de ninguna manera. El
joven escritor, era un hombre de acción: oficiaba de ingeniero, constructor y
albañil de su obra. La novela, que en este trabajo nos compete, es hoy el gran
ejemplo en América Latina de la utilización, mejorada y reordenada, o bien
felizmente desordenada, de técnicas literarias.
De acuerdo a lo que hoy podemos leer a cerca
del autor Vargas Llosa, tuvo muchísimo que corregir, reescribir y reacomodar,
antes de plasmar la versión final. Se lanzó a entrecruzar tiempos y espacios
narrativos, al igual que puntos de vista que contrastaban y saltaban desde una
tercera persona impersonal hasta las voces internas y externas de varios
personajes. Planificó una urdimbre textual, de deliberada apariencia caótica,
con un claro objetivo: capturar al lector, obligándolo a leer y esclarecer lo
que iba sucediendo, y en un ritmo que no
daba tregua. Vargas llosa hizo que pasemos de una escena intensa a otra
igualmente intensa, y de ahí a otra y otra hasta el final, descontado el breve
epílogo, único tramo apacible de esa lectura adictiva. Sus continuos flashback,
flujos de la conciencia y monólogos, y su empleo de la técnica de los datos
escondidos y los vasos comunicantes cuajaron un fresco realista de Lima, como
nunca antes se había visto. Pero además, en el trasunto de su argumento,
encontró la manera de expresar al Perú y sus conflictos.
La ciudad y los perros, cuyos primeros
lectores en originales fueron Julio Cortázar, Sebastián Salazar Bondy, José Miguel
Oviedo y Carlos Barral, causó conmoción al momento de su aparición. Ganó el
premio Biblioteca Breve, el Nacional de la crítica española y, cuando se
tradujo al inglés, tuvo un lanzamiento que difundió el rumor de que se habían
quemado mil libros en el patio del colegio militar Leoncio Prado, escenario de
la novela. La quema de libros, lo sabemos ahora, nunca sucedió, pero nadie lo
sabía entonces con certeza, ni siquiera su autor, y ayudó a promocionar la
novela por la crítica social que entrañaba, más que por sus innovaciones
técnicas. Pero la novela, mal que bien, recibió una lectura adecuada. El
colegio militar, crisol de todas las razas y clases sociales del Perú, era un
microcosmos de la realidad desintegrada que esperaba a los alumnos no bien se graduaran.
Allí, con una educación paralela a los cursos académicos, adiestraban a los
pupilos en las miserias de la vida en sociedad: las desigualdades, las trampas,
los crímenes, la extorsión, las denuncias fallidas, la corrupción, la
resignación y el acomodo.
El quiebre que significó “La ciudad y los
perros”, generó entusiasmo, pero también desconcierto, rechazo y aun insultos.
La mayoría de sus detractores le reprochaba haber
falseado la realidad. Por un lado estaba en juego la honorabilidad de la institución y de los cadetes que en ella
estaban; los principios de la vida militar habían sido caricaturizados. Estas polémicas
fueron tales que ingresaron al territorio del mito. Se le inventaron
motivaciones oscuras al autor —habría sido expulsado por inmoral y quería
vengarse— y, desde la otra orilla, se imaginó un auto de fe en el que se
habrían quemado mil ejemplares de la novela.
![]() |
Vista aérea del colegio militar Leoncio Prado de los años 50.
Nótese su extensión y relación con el mar. |
La polémica, sin embargo, se
entabló también en el campo propiamente literario y fuera del Perú. Para muchos
lectores, las dificultades que presentaba, la novela la hacían prácticamente
ilegible; para otros, su despliegue de recursos narrativos era excesivo,
irritantes, caprichosos. Por supuesto, hubo otros que vieron en ese despliegue
técnico el signo de un nuevo tiempo.
Pero ¿cuáles eran esas innovaciones? Las más
visibles son las estructurales, los bruscos cambios de tiempo y de narrador,
pero prefiero empezar a hablar de ellas señalando lo que provocan y exigen: un
nuevo tipo de lector. Por eso resultaron tan irritantes para aquellos que se
resistieron a leer de otro modo, los que no aceptaron el reto de la dificultad.
Los que sí lo hicieron advirtieron que el provecho era inmenso. Como dijo Mario
Benedetti, si bien en esa novela y las siguientes del autor es difícil entrar,
más difícil aún es salir (Benedetti, 1983: 247), significando con ello que la
novela lo había desarmado de todas las prevenciones con que se había acercado a
ella, haciendo de la lectura una experiencia intensamente vivida. En diversas
ocasiones, Vargas Llosa se ha referido a ese tipo de experiencia como la
finalidad de la novela. Por otra parte, el fin último de todos sus procedimientos técnicos es,
precisamente, rodear al lector impidiéndole escapar del universo imaginario —en
ese momento, real— que la ficción pone ante sus ojos. Desde sus primeros
escritos sobre la novela, Vargas Llosa ha reclamado para la ficción la
capacidad de «construir un mundo verbal esférico, autosuficiente», que llegue a
obliterar la realidad real y la sustituya. El mayor vínculo entre el mundo
narrado y la realidad real es el narrador. Disminuir la presencia de este es,
pues, uno de los requisitos de la autonomía de la ficción y un signo de la
narrativa actual: Si algo distingue al novelista clásico del moderno es
precisamente el problema del narrador. La inconsciencia o la conciencia con que
lo aborda y lo resuelve establecen una línea fronteriza entre el novelista
clásico y el contemporáneo (Vargas Llosa, 2004: 48). La «invisibilización y
disimulación del narrador» se realiza en La ciudad y los perros por medio de la
fragmentación de aquel. Al alternar el punto de vista entre la tercera y la
primera persona, o al mezclarlas, como en los monólogos del Boa, el narrador
entra y sale libremente del mundo narrado, y con él el lector. Este, al no ser
guiado por un narrador constante, tiene la sensación de que no existe tal
intermediario, con lo que la vividez de las escenas le resulta mayor. Su
«disimulación» no le resta poder al narrador vargasllosiano. Al contrario,
podríamos decir que lo aumenta. Una de las causas de la dificultad que
experimenta el lector tradicional para ingresar al mundo de la novela es,
precisamente, ese poder. Acostumbrado a ser conducido por un narrador atento a
sus necesidades, el lector se desconcierta cuando el narrador no le traza el
marco general de los acontecimientos, cuando nadie le da a conocer la identidad
del personaje que está hablando, cuando no se le señala el orden de los
sucesos. Estas funciones eran servicios que prestaba el narrador para la mejor
comprensión de la obra, pero ahora el narrador se ha independizado del lector
(tanto como del autor) y es bastante «desconsiderado» con él: cuenta los hechos
que quiere, informa lo que cree conveniente, no se toma la molestia de explicar
nada, relata dejándose llevar, aparentemente, por un orden dictado por el azar
o la afinidad de las escenas y no por el orden «natural», lineal, equilibrado.
¿Intenta, por ejemplo, dar cuenta de todo lo que sucede en el Leoncio Prado? No
nos da conocer, por ejemplo, los momentos de camaradería y de celebración, sino
aquellos que enfrentan a los cadetes o en los que cometen transgresiones, porque
no le interesa «balancear» lo bueno y lo malo. José Morales Saravia sostiene
que hay una estética de lo feo en La ciudad y los perros y cita ejemplos del
clima, de los objetos, de los personajes, de los olores, de los sabores, presentados
como feos, gastados, deformes, repulsivos, a los que se suman los sentimientos
también negativos, principalmente el miedo y el odio (Morales Saravia, 2011).
En lo que respecta a la disposición de los
acontecimientos, una disposición lineal y cronológica de la historia, resulta
imposible. Un nuevo sistema de ordenamiento de las escenas se impone, un
sistema ya no basado en la contigüidad temporal, sino en afinidades de otro
tipo, aquellas que, por ejemplo, posibilitan los «vasos comunicantes», entendidos
como dos o más episodios que ocurren en tiempos, espacios o niveles de realidad
distintos, unidos en una totalidad narrativa por decisión del narrador a fin de
que esa vecindad o mezcla los modifique recíprocamente, añadiendo a cada uno de
ellos una significación, atmósfera, simbolismo, etcétera, distinto del que
tendrían narrados por separadas.
Es por lo mencionado que la novela
tradicional es comparable a un río cuyas aguas pasan y pasan delante del
lector, el cual no necesita recordar en detalle las escenas que ya ocurrieron
para entender las que tiene ante sus ojos. En la nueva forma de disposición
ello ya no es posible; la fluidez es reemplazada por la velocidad de las
conexiones; ningún acontecimiento queda atrás, todos son eventualmente necesarios
para comprender el presente. El lector tiene en sus manos una baraja, ninguna
de cuyas cartas puede desechar porque con todas consigue armar juego.
La ciudad y los perros cuenta varias
historias entrelazadas con la que transcurre en el colegio, historia esta que
algunos críticos han calificado de policial debido a que en ella hay un crimen.
A decir verdad, el esquema típicamente policial es muy débil, pues ningún
personaje pone en marcha la «función búsqueda» y el lector o sabe quién es el
asesino o cree que la muerte del Esclavo fue un accidente. La denuncia de
Alberto no genera búsqueda, sino, por el contrario, encubrimiento.
Por otra parte, cabe destacar que “La ciudad
y los perros” tiene cercanía al modelo de la novela formativa. Para un realista
visceral como su autor, el enfrentamiento de dos sistemas de valores es el
núcleo de la novela. En la novela, sin embargo, es imposible encontrar a un
héroe. Alberto, por el espacio que ocupa en la narración y por la mayor
exposición de su mundo interior, sería el candidato, pero en su enfrentamiento
con el sistema de valores de la sociedad no sigue los cánones y claudica. Podría
decirse, finalmente, que es el Jaguar el que más se acerca a la condición de
héroe, pues habiendo pasado por el infierno, una de cuyas escalas es el Leoncio
Prado, y aprendido de él —aprendizaje durísimo, durante el cual ha tenido, para
sobrevivir, que ponerse la máscara del enemigo— se incorpora al mundo, libre,
adulto, fiel a su ideal más puro, su amor primero.
Como se sabe, varios han sido los títulos
propuestos y luego desechados antes de elegir el que finalmente mejor se le
acomodó a la obra “La ciudad y los perros” es más neutro: pone en relación el
colegio y la ciudad, pero no opina sobre la naturaleza de tal relación. La
novela fue interpretada mayoritariamente como la denuncia de un tipo de
educación que no era sino el reflejo de una sociedad muy jerarquizada en la que
el abuso era la norma. El colegio venía a ser un microcosmos que reproducía la
realidad nacional: costeños y serranos; blancos, indios, negros, mestizos;
pobres (el Jaguar), de clase media (el Esclavo), burgueses acomodados
(Alberto), etc. A ello había que añadir las referencias a una institución
realmente existente, a una geografía urbana reconocible por el lector limeño;
el mapa que incluían algunas de las primeras ediciones reforzaba aún más la
impresión de realismo fotográfico que en algunos causó la obra. Además, la
ciudad era una presencia relativamente reciente en la narrativa peruana; con
ella habían llegado nuevos temas y problemas: la delincuencia, la búsqueda de
trabajo, las relaciones entre las clases sociales, los prejuicios. La ciudad y
los perros era una ventana abierta a la realidad del Perú de las migraciones y
muchos querían ver sobre todo eso.
![]() |
| Plano de Lima (1963). |
Eran tiempos en los que se discutía con
pasión sobre la función social de la literatura y se esperaba de esta una
posición combativa.
Ahora, con un poco más de distancia, es
posible poner menos énfasis en la intención de denuncia.
Vargas Llosa distribuyó en dos personajes
episodios extraídos de su biografía —el Esclavo, en lo referente a la relación
con el padre; Alberto, en lo que tiene que ver con su adolescencia
miraflorina—, así también otros aspectos de la realidad están presentes —o
ausentes— en la novela más por su eficacia narrativa. El realismo
vargasllosiano no es, desde luego, el tradicional; da cuenta, sí, de la
realidad, pero figurándola antes que reproduciéndola. Su preocupación no es la
verdad, sino la verosimilitud.
La sorprendente variedad de recursos de “La
ciudad y los perros” deja en evidencia que su autor concedía entonces enorme
importancia a los instrumentos para hacer creíble una historia.
El énfasis en la innovación formal no fue
gratuito ni pasajero, pues dejó una larga estela. Jorge Luis Borges ha dicho
que «un libro [...] es el diálogo que
entabla con su lector». La exigencia a la que esta novela nos sometió nos
obligó a leer de otra manera la ficción. La ciudad y los perros no posee la
amplitud de La casa verde, que abarca
vidas enteras y geografías extremas, ni sopla sobre ella con tanta intensidad
el hálito del destino, pero sigue siendo, cincuenta años después, una obra
formidable, de cuya lectura sale uno como de un sueño denso. Y si, como añade
Borges, «una literatura difiere de otra
ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída».
BIBLIOGRAFIA:
Borges, Jorge L. (1976) “Otras
inquisiciones”. Alianza. Madrid.
Vargas Llosa, Mario (2007) “La ciudad y los perros”. Alfaguara.
Buenos Aires.
Vargas Llosa, Mario (2004) “Flaubert, nuestro contemporáneo”
(Artículo)
Martos, Marcos: “La ciudad y los perros”. Áspera belleza”. (Estudio crítico)
Morales Saravia, José: “Estética de lo feo”. (Revista chilena
de literatura).
García de la Concha, Víctor:
“Una novela en círculos” (Estudio crítico)



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